jueves, 24 de julio de 2025

LAS SOCIEDADES SECRETAS SIGUEN SIENDO SECRETAS

Vivimos bajo la ilusión de que el poder opera a plena luz del día, que los engranajes del mundo giran mediante instituciones abiertas, visibles, controlables. Pero basta rascar apenas la superficie para encontrar una arquitectura subterránea, un conjunto de mecanismos ocultos y escurridizos que modelan nuestras vidas desde las sombras. La historia humana -la cual percibimos falsamente como una narrativa aparentemente progresiva- está saturada de murmullos de sociedades secretas, de élites que se autoproclaman guardianas de un conocimiento prohibido.

 

Los mitos fundacionales de estas sociedades (como la Hermandad de la Serpiente o del Dragón) son expresiones simbólicas de una verdad mucho más perturbadora: la estructura del poder nunca ha sido democrática, sino iniciática. La religión, por ejemplo, no ha sido tanto un camino espiritual sino más bien un sofisticado dispositivo de control, una maquinaria semiótica para moldear conductas. Las divinidades no fueron objetos de devoción en la antigüedad, más bien eran mecanismos de control.

 

En este sistema jerárquico del secreto, solamente unos cuantos “adeptos” son dignos de ascender en la pirámide del conocimiento. La iniciación no es un simple ritual; es un dispositivo de transformación subjetiva. Como en el entrenamiento militar, el individuo es despojado de su individualidad para convertirse en instrumento. De hecho, muy seguramente el entrenamiento militar tomó muchas cosas prestadas de la manera de actuar de las religiones en la antigüedad.

 

La iniciación no te hace libre, te vuelve funcional. El mito del neófito que renace a una nueva vida es, en el fondo, una operación de reprogramación. Ya no eres tú: eres la extensión de un propósito que no se te revela. Y en determinado punto valdría la pena preguntase: ¿Existe realmente un propósito?

 

Este modelo iniciático, lejos de estar restringido a logias u órdenes ocultistas, se filtra en todos los rincones de la vida moderna. Desde clubes exclusivos hasta partidos políticos, desde ONGs hasta conglomerados mediáticos, la lógica del secreto, de la pertenencia privilegiada, sigue operando. La exclusividad no es otra cosa que la transmutación capitalista del antiguo símbolo iniciático. ¿O será viceversa? La membresía, el “ser parte de algo”, es el nuevo ritual de iniciación postmoderno. El sistema no nos oculta la verdad; nos la muestra en exceso, pero nos la pone tan cerca de nuestra vista y de esa manera no podemos ver nada.

 

En ese contexto, la iniciación actúa como un filtro de confianza: se premia al ambicioso, al obediente, al capaz de renunciar públicamente a sus creencias con tal de ascender. El que se niega, permanece estancado; el que traiciona, asciende. Y así se forma la casta de los verdaderos iniciados, aquellos para quienes las religiones son cuentos infantiles, la moral una construcción opcional, y la verdad un instrumento de dominación, que se administra a cuenta gotas.

 

En este juego, Dios no es el fin. Es solo un medio. Lo que se venera realmente es el conocimiento, la sabiduría, el dominio de la técnica. Y en ese sentido, el “portador de luz” -Lucifer, el símbolo de la serpiente- no es un demonio, sino el arquetipo del iniciado que accede a la sabiduría prohibida. El moderno Prometeo.

 

La ciencia, la tecnología, el dominio sobre la materia y el espíritu, se convierten en los nuevos altares. Pero adorar el conocimiento como fin en sí mismo, sin ética ni límites, es (¿sería?) la forma más pura de satanismo. No un satanismo caricaturesco, sino estructural: el que habita en Silicon Valley, en las agencias de inteligencia, en los proyectos espaciales… ¿en la Inteligencia Artificial?

 

No es casual que muchas religiones fueran en su origen sociedades secretas. El cristianismo primitivo, por ejemplo, no era solo una doctrina espiritual, sino una red clandestina que socavaba el poder imperial. “Al Cesar lo que es del Cesar” si, pero tan sólo por el momento.  Del mismo modo, las ramas ocultas del islam, los gnósticos, los masones, los templarios, todos actuaban como colectivos paralelos, laboratorios subversivos... hasta que dejaron de serlo. Cuando el secreto se vuelve mayoría, deja de ser antisocial y se institucionaliza. El Vaticano es el ejemplo perfecto: una sociedad secreta que se convirtió en autoridad global y a la vista de todos.

 

Incluso las ideologías modernas -como el comunismo o el fascismo- funcionan, en su estructura profunda, como órdenes iniciáticas. Tienen su dogma, sus rituales, sus grados de pertenencia. La militancia es el nuevo templo. El secreto es necesario porque la verdad del proyecto (su esencia totalitaria) no puede ser dicha abiertamente.

 

Detrás de todo esto opera un principio constante: el deseo humano de pertenecer a una élite. La sensación de “saber algo que los demás ignoran” tiene un poder hipnótico, adictivo, inevitable. El secreto, más que una información oculta, es una forma de goce. Es el privilegio de mirar el mundo desde el otro lado del espejo, de sentirse parte de la trama, aunque solo se sea un peón más. Ese deseo, tan profundamente arraigado, es lo que convierte a las sociedades secretas en máquinas políticas. ¿O a los políticos en máquinas de sociedades secretas? No necesitan ser mayoría; basta con que unos cuantos ocupen posiciones clave y se reconozcan entre ellos con signos, gestos, códigos. La política real ocurre ahí, en la red informal, en el vestíbulo y no en el parlamento.

 

El culto a lo oculto, a lo misterioso, a la “luz detrás del velo”, ha marcado la historia de las civilizaciones. Las pirámides, más que tumbas, eran lugares de transfiguración espiritual. Los templos eran centros de reprogramación. Lo que hoy llamamos masonería, rosacrucismo o illuminati, son solo nombres cambiantes para una misma estructura: la del poder críptico, iniciático, que atraviesa los siglos como una sombra persistente. Si hoy, en plena era de la transparencia, seguimos hablando de estas cosas en susurros, es porque el secreto no ha muerto. Solo ha mutado. Hoy se disfraza de poder adquisitivo, de relaciones y contactos. Pero también en algoritmo, en metadato, en comunidades de seguidores dentro de las redes sociales. Pero sigue operando.

 

No hay nada más efectivo que un secreto a la vista de todos.

martes, 22 de julio de 2025

LA NOCHE ES PERPETUA

Regresaba por la calle Hidalgo, esa calle que cuando yo era niño olía a fideos recalentados y refresco marca “joya” sabor ponche, cuando sentí que no avanzaba hacia mi casa, sino que daba vueltas dentro de un círculo que alguien había trazado con gis invisible. 


Tenía quince años, los tenis sucios, la camisa salida del pantalón y una revista recién comprada, adentro de la mochila. Había salido de la preparatoria con esa mezcla de hartazgo y esperanza que se adhiere a la piel como el sudor en junio. Las farolas parpadeaban y, por un segundo, pensé que era yo quien las hacía parpadear al pasar bajo ellas. Era el año dos mil. O eso creía yo en aquel momento.

 

Nadie en especial me esperaba en mi casa. Pero aun así apuraba el paso como si tuviera una cita con el futuro. En ese entonces, todo tenía prisa: los camiones, los programas de radio que sonaban en mi walkman, las ansias, las noticias impresas en los periódicos. No me preocupaba envejecer, porque en mi universo, la adultez era un mal rumor que les pasaba a los adultos, pero a los jóvenes no. Sin embargo esa noche, mientras mis pasos repetían el sonido de siempre sobre las banquetas rotas, sentí, sin saber por qué, que ya había vivido ese regreso muchas veces. Que cada sombra, cada auto estacionado, cada ladrido a lo lejos, era un recuerdo antes de ser un presente.

 

Pensé en la revista que cargaba. No era importante. Una revista cualquiera sobre manga de la época o de música o películas, de esos que se leen una vez y luego se pierden en el cajón de los calcetines. Pero esa noche, pesaba distinto. Como si dentro de ella no estuvieran impresos artículos, sino mensajes secretos enviados por alguien que conocía todas las versiones posibles de mí. La abrí bajo una farola traté de leerla y no entendí nada. Cerré la revista, la metí en la mochila y decidí llegar a mi casa lo antes posible. Sentí que de repente esas calles de los alrededores de la preparatoria ya no eran seguros. Sentí un escalofrío, pero no por el aire cálido: fue una certeza inesperada. Yo ya había cumplido cuarenta años. Y ya era tarde para muchas cosas.

 

Caminé más despacio. Las casas eran las mismas, pero se sentían huecas, como si fueran cascaras vacías de un entorno suburbano. No había risas, ni telenovelas saliendo de las ventanas, ni música pop sonando en el centro comercial. OV7 está de moda, suena por todas partes, pero en ese momento no. Todo estaba como suspendido en una espera incómoda. Y entonces me pregunté si en realidad regresaba de la preparatoria o si sólo estaba recordando ese momento desde algún rincón lejano del futuro, desde un cuerpo más cansado, con la rodilla derecha que ya no respondía igual, la espalda deshecha. Quizás —me dije— esto no es un recuerdo, sino un intento desesperado por quedarme aquí.

 

¿Qué estaba sucediendo realmente? ¿Era yo a los 15 años sintiendo una despersonalización, o era yo a los 40 años, simplemente recordando una época mucho más sencilla?

 

¿Y qué tal si todo estaba ocurriendo al mismo tiempo? Las cenas con pan blanco, los desayunos con Chocomilk o Corn Flakes con leche. Las tareas que no hacía. Las veces que fingía estudiar para quedarme viendo “Los Simpson” hasta que empezaba Expedientes Secretos X.

 

Tal vez mi vida era como una calle mal iluminada donde todas las noches regresaba de la prepa, una y otra vez, en bucle. Me detuve en la esquina donde el perro del vecino solía dormirse junto al poste. No estaba. Pero el poste sí. Igualito. Al lado, el mismo letrero pintado en la pared anunciando la campaña de un candidato del PRI a la presidencia de México. Pero… ¿Se veía mucho más deteriorado de lo que estaba ayer?

 

A lo lejos, la casa de mi infancia seguía encendida. El foco del porche alumbraba como si respirara. Al mirar esa luz, pensé que tal vez lo que yo necesitaba no era avanzar, sino retroceder. Quizás la felicidad no estaba en el futuro, sino en la posibilidad de volver a tener quince años sin el peso de lo que sabía ahora. Pero incluso esa idea era tramposa. Porque ya sabía. Y el saber arruina. El saber transforma. El saber envejece. No se puede regresar a lo que se conoce. Solo se puede habitar el presente, con nostalgia.

 

De pronto, me vi a mí mismo, desde fuera, como si fuera otro. Un muchacho delgado y con acné, distraído, con manchas de tinta china en los dedos. Y lo supe: no era que esa noche se repitiera infinitamente, sino que todas las noches de todas las versiones de mí se habían reunido en ese instante. En esa caminata. Como una asamblea silenciosa de recuerdos que intentaban decidir si el muchacho de la mochila merecía saber la verdad. ¿Y cuál era la verdad? Que aún faltaban más de veinte años para que pudiera ser verdaderamente feliz. Que no era un problema de edad, sino de espera.

 

No llegué a casa. Al menos no en el sentido tradicional. Me senté en una banca del Centro Comercial y me quedé allí. Vi pasar mi vida de reojo, como si fuera una escena proyectada en la pantalla de un cine abandonado, todo se veía pardo, desaturado, sin vida. Pero yo sentí una calma extraña. No era paz, tampoco resignación. Era una certeza: lo que importa no es si uno tiene quince o cuarenta, si está por terminar la prepa o si ya no puede subir escaleras sin jadear. Lo que importa es tener la capacidad de encontrarse consigo mismo, a través de las distintas épocas de la vida.

 

A lo lejos, el cielo empezó a cambiar de color. No era ni noche ni mañana. Era ese tramo ambiguo que parece durar más de lo que debería. La hora dorada o la hora azul le suelen llamar. Me puse de pie, caminé sin prisa. Las luces de las casas empezaban a apagarse. El aire olía a tortillas de harina recién hechas y las televisiones encendidas podían escucharse desde la calle, eso ya no sucede, las bocinas de los aparatos actuales son demasiado pequeñas. Alguien reía en una cocina. Y yo seguía ahí, entre el año dos mil y el presente, entre los pasos que daba y los que aún no había dado, con la certeza de que nada había pasado todavía, pero todo ya estaba dicho.

 

Crucé la reja oxidada de mi casa, empujé la puerta, y en el silencio que me recibió, supe que estaba entrando en el mismo instante de todas las noches anteriores y de todas las noches que vendrían. Me senté frente al televisor, apagué la luz, y abrí la revista. No la leí. Solo la sostuve entre las manos. El ventilador giraba. Afuera, la calle seguía igual. Y yo, en esa habitación suspendida, supe que el tiempo no es una línea. El tiempo es una casa vieja con muchos cuartos donde uno regresa cada vez que necesita recordar quién ha sido para entender quién está empezando a ser.

 

Por lo tanto, es mi decisión: Hoy es una noche de verano del año dos mil y aún faltan más de 20 años para que yo esté en circunstancias adecuadas para poder cursar correctamente la preparatoria. Para ser exactos: Hoy es una noche de verano del año dos mil y aún faltan 24 años para que yo pueda ser yo mismo.


Si soy sincero: Creo que aun sigo sentado en aquella banca del Centro Comercial, viendo pasar mi vida de reojo.