Regresaba por la calle Hidalgo, esa calle que cuando yo era niño olía a fideos recalentados y refresco marca “joya” sabor ponche, cuando sentí que no avanzaba hacia mi casa, sino que daba vueltas dentro de un círculo que alguien había trazado con gis invisible.
Tenía quince años, los tenis sucios, la camisa salida del pantalón y una revista recién comprada, adentro de la mochila. Había salido de la preparatoria con esa mezcla de hartazgo y esperanza que se adhiere a la piel como el sudor en junio. Las farolas parpadeaban y, por un segundo, pensé que era yo quien las hacía parpadear al pasar bajo ellas. Era el año dos mil. O eso creía yo en aquel momento.
Nadie en
especial me esperaba en mi casa. Pero aun así apuraba el paso como si tuviera
una cita con el futuro. En ese entonces, todo tenía prisa: los camiones, los programas
de radio que sonaban en mi walkman, las ansias, las noticias impresas en los periódicos.
No me preocupaba envejecer, porque en mi universo, la adultez era un mal rumor
que les pasaba a los adultos, pero a los jóvenes no. Sin embargo esa noche,
mientras mis pasos repetían el sonido de siempre sobre las banquetas rotas,
sentí, sin saber por qué, que ya había vivido ese regreso muchas veces. Que
cada sombra, cada auto estacionado, cada ladrido a lo lejos, era un recuerdo
antes de ser un presente.
Pensé en
la revista que cargaba. No era importante. Una revista cualquiera sobre manga
de la época o de música o películas, de esos que se leen una vez y luego se
pierden en el cajón de los calcetines. Pero esa noche, pesaba distinto. Como si
dentro de ella no estuvieran impresos artículos, sino mensajes secretos
enviados por alguien que conocía todas las versiones posibles de mí. La abrí
bajo una farola traté de leerla y no entendí nada. Cerré la revista, la metí en
la mochila y decidí llegar a mi casa lo antes posible. Sentí que de repente
esas calles de los alrededores de la preparatoria ya no eran seguros. Sentí un
escalofrío, pero no por el aire cálido: fue una certeza inesperada. Yo ya había
cumplido cuarenta años. Y ya era tarde para muchas cosas.
Caminé más
despacio. Las casas eran las mismas, pero se sentían huecas, como si fueran
cascaras vacías de un entorno suburbano. No había risas, ni telenovelas
saliendo de las ventanas, ni música pop sonando en el centro comercial. OV7
está de moda, suena por todas partes, pero en ese momento no. Todo estaba como
suspendido en una espera incómoda. Y entonces me pregunté si en realidad
regresaba de la preparatoria o si sólo estaba recordando ese momento desde
algún rincón lejano del futuro, desde un cuerpo más cansado, con la rodilla
derecha que ya no respondía igual, la espalda deshecha. Quizás —me dije— esto
no es un recuerdo, sino un intento desesperado por quedarme aquí.
¿Qué
estaba sucediendo realmente? ¿Era yo a los 15 años sintiendo una
despersonalización, o era yo a los 40 años, simplemente recordando una época mucho
más sencilla?
¿Y qué tal
si todo estaba ocurriendo al mismo tiempo? Las cenas con pan blanco, los
desayunos con Chocomilk o Corn Flakes con leche. Las tareas que no hacía. Las
veces que fingía estudiar para quedarme viendo “Los Simpson” hasta que empezaba
Expedientes Secretos X.
Tal vez mi
vida era como una calle mal iluminada donde todas las noches regresaba de la
prepa, una y otra vez, en bucle. Me detuve en la esquina donde el perro del
vecino solía dormirse junto al poste. No estaba. Pero el poste sí. Igualito. Al
lado, el mismo letrero pintado en la pared anunciando la campaña de un
candidato del PRI a la presidencia de México. Pero… ¿Se veía mucho más
deteriorado de lo que estaba ayer?
A lo
lejos, la casa de mi infancia seguía encendida. El foco del porche alumbraba como
si respirara. Al mirar esa luz, pensé que tal vez lo que yo necesitaba no era
avanzar, sino retroceder. Quizás la felicidad no estaba en el futuro, sino en
la posibilidad de volver a tener quince años sin el peso de lo que sabía ahora.
Pero incluso esa idea era tramposa. Porque ya sabía. Y el saber arruina. El
saber transforma. El saber envejece. No se puede regresar a lo que se conoce.
Solo se puede habitar el presente, con nostalgia.
De pronto,
me vi a mí mismo, desde fuera, como si fuera otro. Un muchacho delgado y con
acné, distraído, con manchas de tinta china en los dedos. Y lo supe: no era que
esa noche se repitiera infinitamente, sino que todas las noches de todas las
versiones de mí se habían reunido en ese instante. En esa caminata. Como una
asamblea silenciosa de recuerdos que intentaban decidir si el muchacho de la
mochila merecía saber la verdad. ¿Y cuál era la verdad? Que aún faltaban más de
veinte años para que pudiera ser verdaderamente feliz. Que no era un problema
de edad, sino de espera.
No llegué
a casa. Al menos no en el sentido tradicional. Me senté en una banca del Centro Comercial y me quedé allí. Vi pasar mi vida de reojo, como si fuera una escena
proyectada en la pantalla de un cine abandonado, todo se veía pardo,
desaturado, sin vida. Pero yo sentí una calma extraña. No era paz, tampoco
resignación. Era una certeza: lo que importa no es si uno tiene quince o
cuarenta, si está por terminar la prepa o si ya no puede subir escaleras sin
jadear. Lo que importa es tener la capacidad de encontrarse consigo mismo, a través
de las distintas épocas de la vida.
A lo
lejos, el cielo empezó a cambiar de color. No era ni noche ni mañana. Era ese
tramo ambiguo que parece durar más de lo que debería. La ora dorada o la hora azul
le suelen llamar. Me puse de pie, caminé sin prisa. Las luces de las casas
empezaban a apagarse. El aire olía a tortillas de harina recién hechas y las
televisiones encendidas podían escucharse desde la calle, eso ya no sucede, las
bocinas de los aparatos actuales son demasiado pequeñas. Alguien reía en una
cocina. Y yo seguía ahí, entre el año dos mil y el presente, entre los pasos
que daba y los que aún no había dado, con la certeza de que nada había pasado
todavía, pero todo ya estaba dicho.
Crucé la
reja oxidada de mi casa, empujé la puerta, y en el silencio que me recibió,
supe que estaba entrando en el mismo instante de todas las noches anteriores y
de todas las noches que vendrían. Me senté frente al televisor, apagué la luz,
y abrí la revista. No la leí. Solo la sostuve entre las manos. El ventilador
giraba. Afuera, la calle seguía igual. Y yo, en esa habitación suspendida, supe
que el tiempo no es una línea. El tiempo es una casa vieja con muchos cuartos
donde uno regresa cada vez que necesita recordar quién ha sido para entender
quién está empezando a ser.
Por lo tanto,
es mi decisión: Hoy es una noche de verano del año dos mil y aún faltan más de
20 años para que yo esté en circunstancias adecuadas para poder cursar
correctamente la preparatoria. Para ser exactos: Hoy es una noche de verano del
año dos mil y aún faltan 24 años para que yo pueda ser yo mismo.
Si soy sincero: Creo que aun sigo sentado en aquella banca del Centro Comercial, viendo pasar mi vida de reojo.