Vivimos
bajo la ilusión de que el poder opera a plena luz del día, que los engranajes
del mundo giran mediante instituciones abiertas, visibles, controlables. Pero
basta rascar apenas la superficie para encontrar una arquitectura subterránea,
un conjunto de mecanismos ocultos y escurridizos que modelan nuestras vidas
desde las sombras. La historia humana -la cual percibimos falsamente como una
narrativa aparentemente progresiva- está saturada de murmullos de sociedades
secretas, de élites que se autoproclaman guardianas de un conocimiento prohibido.
Los mitos
fundacionales de estas sociedades (como la Hermandad de la Serpiente o del
Dragón) son expresiones simbólicas de una verdad mucho más perturbadora: la
estructura del poder nunca ha sido democrática, sino iniciática. La religión,
por ejemplo, no ha sido tanto un camino espiritual sino más bien un sofisticado
dispositivo de control, una maquinaria semiótica para moldear conductas. Las
divinidades no fueron objetos de devoción en la antigüedad, más bien eran
mecanismos de control.
En este
sistema jerárquico del secreto, solamente unos cuantos “adeptos” son dignos de
ascender en la pirámide del conocimiento. La iniciación no es un simple ritual;
es un dispositivo de transformación subjetiva. Como en el entrenamiento
militar, el individuo es despojado de su individualidad para convertirse en
instrumento. De hecho, muy seguramente el entrenamiento militar tomó muchas
cosas prestadas de la manera de actuar de las religiones en la antigüedad.
La
iniciación no te hace libre, te vuelve funcional. El mito del neófito que
renace a una nueva vida es, en el fondo, una operación de reprogramación. Ya no
eres tú: eres la extensión de un propósito que no se te revela. Y en
determinado punto valdría la pena preguntase: ¿Existe realmente un propósito?
Este
modelo iniciático, lejos de estar restringido a logias u órdenes ocultistas, se
filtra en todos los rincones de la vida moderna. Desde clubes exclusivos hasta
partidos políticos, desde ONGs hasta conglomerados mediáticos, la lógica del
secreto, de la pertenencia privilegiada, sigue operando. La exclusividad no es
otra cosa que la transmutación capitalista del antiguo símbolo iniciático. ¿O
será viceversa? La membresía, el “ser parte de algo”, es el nuevo ritual de
iniciación postmoderno. El sistema no nos oculta la verdad; nos la muestra en
exceso, pero nos la pone tan cerca de nuestra vista y de esa manera no podemos
ver nada.
En ese
contexto, la iniciación actúa como un filtro de confianza: se premia al
ambicioso, al obediente, al capaz de renunciar públicamente a sus creencias con
tal de ascender. El que se niega, permanece estancado; el que traiciona,
asciende. Y así se forma la casta de los verdaderos iniciados, aquellos para
quienes las religiones son cuentos infantiles, la moral una construcción opcional,
y la verdad un instrumento de dominación, que se administra a cuenta gotas.
En este
juego, Dios no es el fin. Es solo un medio. Lo que se venera realmente es el
conocimiento, la sabiduría, el dominio de la técnica. Y en ese sentido, el
“portador de luz” -Lucifer, el símbolo de la serpiente- no es un demonio, sino
el arquetipo del iniciado que accede a la sabiduría prohibida. El moderno Prometeo.
La
ciencia, la tecnología, el dominio sobre la materia y el espíritu, se convierten
en los nuevos altares. Pero adorar el conocimiento como fin en sí mismo, sin
ética ni límites, es (¿sería?) la forma más pura de satanismo. No un satanismo
caricaturesco, sino estructural: el que habita en Silicon Valley, en las agencias
de inteligencia, en los proyectos espaciales… ¿en la Inteligencia Artificial?
No es
casual que muchas religiones fueran en su origen sociedades secretas. El
cristianismo primitivo, por ejemplo, no era solo una doctrina espiritual, sino
una red clandestina que socavaba el poder imperial. “Al Cesar lo que es del
Cesar” si, pero tan sólo por el momento. Del mismo modo, las ramas ocultas del islam,
los gnósticos, los masones, los templarios, todos actuaban como colectivos
paralelos, laboratorios subversivos... hasta que dejaron de serlo. Cuando el
secreto se vuelve mayoría, deja de ser antisocial y se institucionaliza. El
Vaticano es el ejemplo perfecto: una sociedad secreta que se convirtió en
autoridad global y a la vista de todos.
Incluso
las ideologías modernas -como el comunismo o el fascismo- funcionan, en su
estructura profunda, como órdenes iniciáticas. Tienen su dogma, sus rituales,
sus grados de pertenencia. La militancia es el nuevo templo. El secreto es
necesario porque la verdad del proyecto (su esencia totalitaria) no puede ser
dicha abiertamente.
Detrás de
todo esto opera un principio constante: el deseo humano de pertenecer a una
élite. La sensación de “saber algo que los demás ignoran” tiene un poder hipnótico,
adictivo, inevitable. El secreto, más que una información oculta, es una forma
de goce. Es el privilegio de mirar el mundo desde el otro lado del espejo, de
sentirse parte de la trama, aunque solo se sea un peón más. Ese deseo, tan
profundamente arraigado, es lo que convierte a las sociedades secretas en
máquinas políticas. ¿O a los políticos en máquinas de sociedades secretas? No
necesitan ser mayoría; basta con que unos cuantos ocupen posiciones clave y se
reconozcan entre ellos con signos, gestos, códigos. La política real ocurre
ahí, en la red informal, en el vestíbulo y no en el parlamento.
El culto a
lo oculto, a lo misterioso, a la “luz detrás del velo”, ha marcado la historia
de las civilizaciones. Las pirámides, más que tumbas, eran lugares de
transfiguración espiritual. Los templos eran centros de reprogramación. Lo que
hoy llamamos masonería, rosacrucismo o illuminati, son solo nombres cambiantes
para una misma estructura: la del poder críptico, iniciático, que atraviesa los
siglos como una sombra persistente. Si hoy, en plena era de la transparencia,
seguimos hablando de estas cosas en susurros, es porque el secreto no ha
muerto. Solo ha mutado. Hoy se disfraza de poder adquisitivo, de relaciones y
contactos. Pero también en algoritmo, en metadato, en comunidades de seguidores
dentro de las redes sociales. Pero sigue operando.
No hay
nada más efectivo que un secreto a la vista de todos.