martes, 22 de julio de 2014

LAS LEÓNIDAS

En noviembre de 1833 se presentó una increíble lluvia de estrellas que cubrió todo el cielo, esto causó el pánico entre buena parte de la población mundial. Estamos hablando de hace casi 200 años, cuando la sociedad disponía prácticamente de ninguna información o medios para comunicarse, por lo cual dicho tipo de fenómenos celestes deben haber sido sumamente perturbadores. Desde entonces este fenómeno es conocido como, las Leónidas. El cual se viene repitiendo de manera periódica cada 33 años, aunque con intensidad variable.

Esta es la historia, la noche del 12 al 13 noviembre 1833 se pudo observar desde América una inusual actividad de meteoros (también conocidas como estrellas fugaces). Las crónicas de la época recogen que los meteoros inundaron todo el cielo ofreciendo un espectáculo único, al mismo tiempo que terrorífico para las personas de aquel entonces. En Boston (Estados Unidos) se estimó que la frecuencia de los meteoros era comparable con la mitad de la cantidad de copos de nieve que se ven durante una fuerte tormenta de nieve. De hecho resulta increíble repasar las crónicas de aquella época, pues sin duda se trató de una noche sumamente agitada e impresionante.

El historiador estadounidense R. M. Devens puso a este fenómeno dentro de los eventos más importantes de Estados Unidos. El escribió que durante las tres horas del suceso se creyó que el fin del mundo llegaría al amanecer, y aun después de que terminara esta lluvia de meteoritos, la gente supersticiosa siguió creyendo que el fin del mundo llegaría en los próximos días.

Más sorprendente aún es saber que aun después de terminado el fenómeno, la gente seguía sin saber a qué se debía, o a que se debió, esta manifestación en los cielos nocturnos. Algunos periódicos publicaban las hipótesis de la época. El periódico Charlestón Courier, por ejemplo, publicó que las estrellas fugaces eran en realidad gases procedentes del sol que se incendiaban al entrar en la atmósfera de nuestro planeta debido a la electricidad. El United States Telegraph de Washington DC, publicó a su vez que el intenso viento del sur de aquella noche seguramente se había encontrado con una masa de aire electrificado, y que debido al frío de la mañana hizo descargar esta lluvia de luces sobre la tierra. En resumen las personas de 1833 creían que las estrellas fugaces no eran más que fenómenos atmosféricos. De ahí proviene el nombre con el que estos fenómenos son conocidos hasta nuestros días, “meteoros”.

Un año después, en 1834, el profesor de la Universidad de Yale Denison Olmsted, calculó a partir de sus propias observaciones, el punto celeste de donde parecían radiar los meteoros de la tormenta, y lo situó en la constelación de Leo. Concluyó de manera correcta, que las estrellas fugaces provenían de una nube de partículas situada fuera de la atmósfera de nuestro planeta.

Toda la atención que surgió a raíz de la tormenta de las Leónidas de 1833 provocó la revisión de los registros astronómicos de siglos anteriores. Integrando todos los datos de los que se disponía hasta el año 1837 se determinó el periodo de las tormentas de estrellas fugaces para entonces conocida como “las Leónidas” debido a su aparente origen en la constelación de Leo, en un período de 33 o 34 años, prediciendo una nueva tormenta en 1866. Llegados a este año, y tal y como se había predicho, la tormenta de las Leónidas mostró una gran actividad calculada en unos 17,000 meteoros por hora.

En un descubrimiento, aparentemente independiente, el 19 diciembre 1865 el astrónomo francés Ernst Wilhelm Tempel descubrió un cometa mediano en la Osa Mayor. Semanas más tarde desde Estados Unidos se realizó el descubrimiento independiente del mismo cometa por parte de Horace Parnel Tuttle. En 1867.

Dos años después de su descubrimiento, los astrónomos pudieron calcular la órbita de este nuevo cometa Tempel-Tuttle (llamado así en honor a Ernst Temple y Horace Tuttle los primeros en identificarlo) y la compararon con la lluvia de estrellas de las Leónidas. Entonces se dieron cuenta de la similitud de las trayectorias en torno al sol de los meteoros y del cometa. Finalmente se determinó que el punto en el espacio exterior, calculado por Olmsted del cual provenían las Leónidas, era una nube de partículas producidas por el cometa Tempel-Tuttle.

De hecho posteriormente se supo que este cometa había sido observado en el año de 1699, por Gottfried Kirch pero no fue reconocido, en ese momento, como un cometa periódico.

El fenómeno ocurre de la siguiente forma, La órbita del 55P/Tempel-Tuttle (nombre completo del cometa) intersecta precisamente con la de la Tierra, y de esta manera el material expulsado del cometa durante el perihelio se encuentra con nuestro planeta. Dicho material cae a la tierra y se consume durante su trayectoria, dando como resultado, el fenómeno de lluvia de estrellas. Este fenómeno de las Leonidas ocurre cada 33 años, cuando nuestro planeta y el cometa Tempel-Tuttle se encuentran.

El 17 noviembre 1966 es una fecha histórica, y digna de recordarse por todos los que les tocó presenciarla. Pues durante esa noche el fenómeno llegó a su máximo nivel, donde se veían 30 meteoros por hora por hora, cifra que luego ascendió a 200, luego a 30 meteoros por minuto, después a cientos por minuto, hasta llegar al increíble número de 40 meteoros visibles por segundo.

Se cuenta que en algunos pueblos la gente corrió a refugiarse en el interior de sus casas. Al parecer el miedo primitivo, y la superstición en algunas personas, no conocen tiempo ni lugar. Personalmente a lo largo de mi vida sólo me ha tocado presenciar un cometa surcando el cielo, esto sucedió de manera casual, es decir yo no acostumbro observar el cielo, ni siquiera me lo esperaba. Aun así fue una de las cosas más impresionantes, en cuanto a fenómenos naturales, que he visto en toda mi vida.

Ni siquiera me imagino lo sobrecogedor que pueda llegar a ser el presenciar un fenómeno como el del 17 noviembre 1966. Al menos para mí sería una de esas cosas que te pueden cambiar la vida. Lo cual me trae a la mente otra idea peculiar. Y es el hecho de que un fenómeno natural, como una lluvia de estrellas, puede causar tal expectación y emoción en las personas de la actualidad, siendo que en otras épocas era motivo de terror y huida.

Seguramente algunos fenómenos, que actualmente nos significan una catástrofe inevitable, algún día gracias a la ciencia los veremos como simples espectáculos que alimenten nuestra curiosidad y nuestro espíritu. La imagen de los hombres del futuro, reuniéndose una tarde de verano para observar de cerca un terremoto por ejemplo, o la erupción de un volcán, desde la seguridad de alguna instalación futurística, me resulta sumamente estimulante.

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